Opinión · Pato confinado
La escala Scoville, así sabemos cuál es el Mohamed Alí de los chiles picantes
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I. Una competición absurda
Los chiles más picantes del mundo compiten. Se juegan el título del fuego. Los puntos van por gargantas incendiadas. A este extremo del cuadrilátero, presentamos a la campeona, la dama roja, la segadora de lenguas, la abrasa laringes... ¡La señooooooorita... Carolina Reaper!
¿Quién se atreve a retarla?
Tiene el título mundial de ser el chile más potente, un peso pesado, leona del lagrimeo, noquea las tragaderas del mexicano más chingón. Colecciona lenguas insensibles. La mitad de su alma es habanero azteca: arranca el corazón. Como a Mohamed Alí sus seguidores le vociferan: "¡Reaper, bumaye, bumaye...!"
Un simple contacto de la piel con sus pepitas y ardes. Tiene nombre de mujer aunque originalmente se llamó Don Pedrito. Luego se transmutó en Reaper (Segadora, en inglés).
El nombre de Carolina le viene del lugar donde la cultivaron por primera vez (Carolina del Sur, EEUU). Una latitud caliente para su creador, 'Smokin' Ed Currie, un criador de chiles que sería algo así como la reencarnación agrícola del mito de Pandora, empeñado en sacar de la caja nuevos demonios de ají y guindillas.
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Curri conjuró a los fuegos organolépticos en los invernaderos de su empresa PuckerButt Pepper Company. Mezcló variedades de picantes pakistaníes y de habaneros de la isla San Vicente (en las Antillas caribeñas). Así obtuvo un titanosaurio que entró directo en el Libro Guinness de los récords.
Al modo de las serpientes más venenosas, parece pequeña, poca cosa, inofensiva, pero la Segadora (así llamada por su forma) es ciertamente temible: su característico cuernecito en la punta y el rojo encendido sugieren oleorresinas infernales.
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Su creador, ufano, acostumbrado al picante hasta extremos masoquistas, la considera, no obstante, “un regalo de Dios”. Quizá le guste recitar este versículo del Antiguo Testamento: “Humo subió de su nariz, y el fuego de su boca consumía”.
A veces es mejor jugar con el Diablo y aceptar la manzana. Hay reportes de personas hospitalizadas en los Estados Unidos por intentar retar a Reaper. Bumaye, bumaye... Al tomarla en crudo y en excesivo número, sufrieron compulsiones, dolor abdominal, arcadas, lágrimas que parecían infinitas, un dolor de cabeza atronador, terrible martillazo, un síndrome de vasoconstricción cerebral o “cefalea en trueno” similar al que padecen los que se pasan con la cocaína... Hay informes médicos al respecto.
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En América existe la emotiva costumbre de hacer competiciones de todo. Imagina cualquier locura y encontrarás un certamen. Uno de ellos consiste en ver quién es capaz de comerse el mayor número de Carolinas Reaper sobre un escenario. La gente aplaude. Parece la monda: son las Fallas valencianas en boca ajena. La campanilla del participante hace aquí de ninot.
Buscan el récord, la última frontera en una tierra de colonos sin más terreno al que acudir. Mientras el público vitorea y el árbitro de uniforme cuenta los chiles que entran en sus incendiados abismos, esos bravos y musculosos rednecks, con sus greñas gitanas y gorras deportivas, sufren hasta llorar como niños.
La competición es un circo romano: la masculinidad del gladio, la templanza estoica, el sufrimiento espartano, la masa excitada. Es enternecedor ver a esos hombretones mirar al vacío como si les acabara de picar una serpiente de cascabel y justo estuvieran visualizando los actos de su vida pasada antes de partir hacia el Otro barrio mexicano. Bumaye.
Después las arcadas y la intervención a veces de los servicios de urgencia. El Cartel del Ardor no tiene misericordia con los nuevos vikingos, especialmente si se acercan al récord. Acaban de retar a Reaper, la diosa Kali de las guindillas, la patrona… plata o plomo fundido en tu gola. Están jugando, pobres mortales, con las moléculas del Averno.
Este pimiento pequeño y orondo, arrugado y de rabo corto, es como una droga psicodélica de síntesis: con muy poco te envía al espacio (hay reportes de alucinaciones de baja intensidad por sobredosis de estos picantes). Carolina Reaper da una de las marcas más altas en la célebre escala Scoville.
II. La escala Scoville: la marca de los monstruos
En YouTube emiten Hot Ones, un programa estadounidense de entrevistas que consiste en invitados que toman recetas ultrapicantes con un enorme y protector vaso de leche al lado (la leche disminuye los efectos del ardor). En él aparecen famosos y hablan de su vida mientras lloriquean; el actor Elijah Wood (Frodo en El señor de los anillos) dijo que se sentía como “si acabara de tragar lava de una montaña maldita”. Seguramente se refería a Mordor. Hoy podemos medir su dolor.
Wilbur Scoville fue un químico que tuvo la idea de establecer un sistema de medición para determinar, ciencia en mano, cuánto picaba un chile o guindilla. Su escala se usa actualmente como reclamo publicitario de muchas salsas y es la que ha otorgado el título de realeza a Reaper; si bien, como ocurre en todas las monarquías, la princesita volcánica se discute la soberanía con otros picantes aún más potentes, como el Dragon's Breath (Aliento de dragón, desarrollado en laboratorios como anestésico cutáneo) y el Pepper X (otras de las creaciones de Curri).
En la escala Scoville se mide la cantidad de capsaicina presente en cualquier chile, el componente químico que estimula los receptores térmicos de la piel y mucosas y que nos regala la emoción picante (denominada “pungencia”, o sensación de ardor agudo captada inicialmente por el sentido del gusto).
No es fácil determinarlo, al contrario de lo que ocurre en los compuestos de la Big Pharma, cada guindilla presentará una cantidad y potencia distinta, fórmula que se sintetiza en el refrán español de los pimientos de Padrón: "Unos pican y otros no".
La capsaicina es un principio activo irritante para los mamíferos, animalillos que aterrizan en la vida con el tibio sabor de la leche. Quienes disfrutan de ella consideran que abre un palacio de nuevos sabores, notas de una sinfonía orgiástica. Incluso dicen que libera endorfinas, que hay subidón. Lo cierto es que el chile es rico nutricionalmente, en vitaminas y minerales. Cuando sufres, lloras y maldices a la familia del cocinero, piensa en la capsaicina y en el milagro de la química.
Piensa que si fueras un pájaro no te picaría (pues como ave no serías sensible a ella). Seguro que Ed Curri detesta a esos plumíferos que se comen sus pimientos como si nada, riéndose del fuego de los dioses y devolviéndole a su posición de simple espantapájaros.
La señorita Reaper, sin embargo, es famosa por romper el techo de capsaicina: tiene entre 1.150.000 a 2.180.000 unidades de calor de Scoville. Hablamos aquí, ojo, de millones. Para contextualizar, una pimienta de cayena o el chile tabasco solo dan miles: entre 30.000 y 50.000 unidades de calor.
Intenta comerte a palo seco tres cayenitas seguidas y luego multiplica el infierno hasta llegar a Reaper. Algunos han calculado que necesitarías zamparte 600 jalapeños para alcanzar el poder de un solo pimientito de la patrona. Plomo, mucho plomo…
Quien menos valor da en la escala es el pimiento verde (un notorio cero, pues no pica). Los pimientos de Padrón y el jalapeño ya suben a un rango de 2.500–5.000. El tailandés está entre los 20.000 y 100.000. El habanero, el bravo muchachito de Yucatán, entre 100.000 y 350.000. El Pepper X dicen que alcanza los tres millones. Parafraseando a Ed Curri, padre de dragones: unos van en patinete y los otros viajan por el espacio.
Si no fuera por Scoville, que desarrolló su medida para poder conocer el picante de los alimentos, hoy no podríamos ser tan exactos, nuestra escala de ardor se mediría en la fragua de exclamaciones y tacos: “¡Joder, cómo pica!” o “¡La madre de Dios!” o “¡Que venga un capellán, rápido!”
Scoville desarrolló su técnica en 1912 y, simplificando, consiste en un examen en el que se diluye una solución del extracto del chile en agua azucarada hasta que el picante ya no puede ser detectado. La cosa que da la marca más alta es la capsaicina pura (16 millones): nunca hagas una salsa brava con ella.
La policía, cuando quiere dispersar a manifestantes, usa en muchos países el célebre gas pimienta, que no es otra cosa que un análogo sintético de la capsaicina. Lanzan señoritas Reaper aéreas, por así decirlo, a los ojos de los ciudadanos díscolos y sin enchilada.
Durante la Guerra de Rif hubo una anécdota que es poco conocida. Cuando tras la Derrota de Annual (1921) los españoles gasearon a los rifeños usando el mortífero gas mostaza, estos intentaron responder al ataque con su propio I+D bélico: cartuchos cargados de chile picante. Perdieron la guerra. Los médicos, siempre más bondadosos, usan los derivados de la capsaicina como anestésico.
III. Los gremlins se escapan de la caja
A la naturaleza, que creó monstruos de pesadilla, como el tiranosaurio o el megalodon, nunca se le habría ocurrido inventar unos picantes tan potentes. Algunos cronistas hablan por ello de una guerra armamentística entre los criadores de chile.
La caja de Pandora la abrieron los humanos mezclando las distintas variedades en busca de la bomba atómica. Los chiles que recorren el mundo son la historia fogosa y multiplicada de la hibridación de las plantas, de flor a flor, generación tras generación, híbridos estables y reproducibles; seguramente esta guerra empezó desde antes que llegara Colón a las Indias y se trajera a esos diablillos que conquistarían (ellos sí) el mundo. Colón transportó por el Atlántico a sus gremlins en la caja y alguien después los dio de comer en un bazar asiático a medianoche.
En Asia, precisamente, y concretamente en la India, se cultivan hoy algunos de los chiles más potentes, como el Naga Bhut Jolokia (conocido como 'chile fantasma', padre de la señorita Reaper), con el que también organizan competiciones.
Los ancestros de estas variedades habían crecido en la América precolombina y eran apreciados por las culturas nativas, que los mezclaban con su inseparable compañero, el tomate, como hacían los aztecas (los etnobiólogos establecen la domesticación de los chiles en la Sierra Madre Oriental de México, hace unos seis mil años).
Tras la Conquista, aunque fueran al principio poco queridos por los españoles, se convertirían en una especia globalizada, desbancando en muchas partes al picante anterior, el “oro negro”, la asiática y aburrida desde entonces pimienta negra.
No está claro qué caminos tomó el chile hasta convertirse en la seña de identidad del inabarcable Subcontinente indio o de la infinita China, o para llegar a los desmanes y hospitalizaciones de Reaper. Venció cual Gengis Kan a wasabis y mostazas soberanas. Creó nuevos monstruos a los que aún la ciencia no ha puesto límite (se cree que se pueden obtener variedades más potentes).
Pero no fue en Europa donde más caló. Funcionó el picante en países con tradición de comidas especiadas y donde era necesario conservar los alimentos frente al calor, o para refrigerar el cuerpo tropical provocando un choque térmico (es por la capacidad de termorregulación del cuerpo humano, produce la sensación de frescor, lo mismo con el té caliente que toman los beduinos en el desierto).
Seguramente, como andarines sin fronteras, cual virus en pandemia, los picantes tomaron las extensas rutas comerciales de los árabes y emergieron luego como reyes de Asia (en México nunca los abandonaron). Tal vez fueran los marítimos portugueses quienes los extendieron con su red de ciudades portuarias por África y la India. Es una planta que se adapta bien a los climas templados y tropicales y es además fácil de secar y almacenar.
La señorita Reaper, cuando mira atrás, se asombra. Es un monstruo con mucha historia. El competidor de chiles que recibe la visita del anonadado médico – “¡qué necesidad había, man!”- debería pensar que acaba de meterse la evolución vegetal multiplicada al cubo.
Es normal que lagrimee: el humano es nada frente al infinito, y el ardor subjetivo de estos picantes, diga lo que diga Scoville, puede considerarse como tal… absoluto, ilimitado, inúmero…
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