Opinión · El repartidor de periódicos
Así os contamos la llegada del neofascismo
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Por fin esta semana los periódicos de papel han empezado a dar más importancia a las elecciones norteamericanas que a las primarias de Podemos en Madrid. No es que tengan mayor o menor trascendencia, pero ya estaba uno empezando a cansarse de Ramón Espinar y Rita Maestre como epicentros de la geopolítica transplanetaria.
El caso es que no solo ha ganado en Madrid el sicario bolchevique de Pablo Iglesias, grave asunto. También, en los lejanos pero no irrelevantes EEUU, un tal Donald Trump acaba de covertirse en el pelirrojo --ojo-- más poderoso del planeta. A El País le preocupa grandemente "el aislacionismo hostil" prometido por el republicano en materia económica, aunque reconocen en su editorial de ayer que "hay razones para un optimismo moderado".
El ABC nos consuela loando las bellezas de la democracia norteamericana para recordarnos que "el presidente de los EEUU no es, ni puede ser, un dictador al que se le entreguen poderes incontrolables". La Razón anhela que la tradición del partido republicano consiga domesticar al magnate lo suficiente, y así "los cambios serán fácilmente asumibles". El Mundo, con cierto recelo, alerta de que Trump es "un genuino representante de poder empresarial de su país".
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Lo que nadie dice, así a las claras, es que este señor es un fascista. Con las ocho letras. A su lado, Marine Le Pen o Xavier García Albiol --Limpiando Badalona-- son como las novias de Bambi, si las hubiere.
Llega el facismo 4.0 y no nos queremos dar por enterados. Ni siquiera ahora que este simpático movimiento regresivo ha llegado a la Casa Blanca, al control del botón rojo de La Bomba, al palco de la Súper Bowl.
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Lo bueno de los fascismos es que siempre han ido entrando en nosotros sin que nos percatáramos mucho. El propio Adolf Hitler contó durante muchos años con la connivencia del poder político y económico de EEUU, pues se le consideraba una rareza, un excéntrico, un fronterizo algo folclórico del que se reía la prensa mientras sus magnates hacían negocietes con él.
Con Trump está pasando lo mismo. Se está frivolizando su significado, pues el significante es tan circense que nos distrae. El poeta y ensayista Joaquín Marco, en La Razón, sí nos apercibe de que "su conservadurismo es considerado en Europa de parafascista". Acabáramos.
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En el bando de los trumpistas incondicionales está el abecero Hermann Tertsch, cómo no, que sueña con que lo llame la Fox bajo las mismas condiciones económicas que le ofrecía Esperanza Aguirre en Telemadrid. Para el columnista, la llegada al poder de Trump "quizá sea el principio del fin de la tiranía del pensamiento blando". Y atiza el hombre a los periódicos de aquí y acullá, de este y el otro lado del Atlántico, como cómplices de una cruzada fracasada contra el magnate pelirrojo: "Como no les han obedecido, descalifican al electorado y algún diario de la mañana permite llamar analfabetos y criminales a los sesenta millones de votantes de Trump". Ítem más: "Más allá del coro cacofónico de la izquierda humillada, más allá de las preocupaciones legítimas, hay esperanza".
Llega el fascismo y El País nos calma señalando que, "tras una reacción inicial de temor, los inversores han valorado que a efectos de crecimiento económico interno las propuestas del presidente electo no son disparatadas, aunque sí contradictorias".
Llega el fascismo y El Mundo lo interpreta como extravagante diseño de gobierno, en plan Desigual: "Se habla de que el secretario de Energía podría ser un multimillonario dueño de una empresa de fracking; el secretario del Tesoro, un alto ejecutivo del banco de inversión Goldman Sachs, o el secretario de Comercio, un directivo de la mayor siderúrgica estadounidense crítico con el dumping que hace China con sus productos". Gente normal, gente corriente, de misa y orden, demócratas.
Ya he escrito más de una vez aquí que la más brillante estrategia del Diablo es hacernos creer que no existe. Y a eso estamos contribuyendo los periódicos de todo el mundo dulcificando la figura de este Trump electo que soñamos distinto al vociferador de la campaña. Si llega el fascismo, mejor no enterarnos, no sea que se nos empañe toda esta democrática felicidad.
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