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Opinión · Rosas y espinas

Nuestros crímenes

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Resulta ahora que los EEUU, la tierra de la libertad y del primer presidente negro de la historia de los ídem, consideran una “violación gigantesca de la ley” el hecho de que un particular, Edward Snowden, y un soldado, Bradley Manning, hayan revelado espionajes crímenes de guerra cometidos por el ejército y el gobierno yanquis. Cuando yo era apenas un niño, hace dos o tres años o quizás un poco más, aprendí que denunciar un crimen no es cosa fea ni reprobable. Seguramente no me lo explicó un amante de las libertades estadounidenses. Y eso me hizo caer en el equívoco y la sinrazón.

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Denunciar un crimen está muy bien y es saludable, salvo si el crimen lo han cometido los tuyos. Ahora voy entrando en razones. Lo que me pasa a mí, que ando medio tonto, es que no tengo muy claro eso de quiénes son “los míos”. Y los oráculos que parlotean en los periódicos y en los parlamentos democráticos ya me van llevando a dudar más cosas, y se me hace poco claro lo que es un crimen. Y lo que no es un crimen. Ya lo decía Thomas de Quincey: “Uno empieza cometiendo un asesinato y acaba perdiendo los modales en la mesa”.

Los míos, francamente, son los que nunca pierden los modales en la mesa. Y, ay viciosos, el único asesinato que les conozco a los míos es el que van cometiendo poco a poco y copa a copa contra sí mismos. También he de decir que no suelo intimar con ejércitos libertadores. Por tanto no estoy preparado para elucidar si eso de torturar y asesinar afganos o iraquíes es una atrocidad o una inocente afición, tal que el fútbol o los toros. Pero estoy por aventurar que un ejército libertador y yo no nos llevaríamos demasiado bien ni tendríamos demasiadas cosas de qué hablar. Así que no voy a intentarlo. Ellos me harían creer que la belleza es lo único que afea mi paisaje. A riesgo de cometer una “violación gigantesca de la ley”, como dicen las afables autoridades norteamericanas, osaré confesar que no me gustaría que los ejércitos libertadores frecuentaran mis bares. Al contrario que a los condecorados generales, si a mí me dan a elegir entre una barra y una estrella, siempre voy a escoger acodarme en la barra.

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Mientras Barak Obama y sus heraldos justicieros critican educadamente las filtraciones de Edward Snowden, y le amenzan con una llevadera penita de muerte, nos enteramos de que EEUU espía a sus periodistas y ciudadanos a través de internet y de otros tipos de comunicaciones. Y el primer presidente disfrazado de negro de la historia de los EEUU lo justifica con una frase de ingenio singular: “Si queremos seguridad total, no podremos tener intimidad total”.

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Esta frase, traducida a los idiomas de mi calenturienta imaginación, significa que si te encuentras a tu pareja enculada a la fuerza por un marine no debes sentirte infeliz, ya que durante ese rato, aun perdiendo un poco de intimidad, puedes considerar que el sorpresivo intruso garantiza tu seguridad, la de tu mujer o tu esposo, y la de los hijos que tu mujer o tu esposo puedan tener con el marine. Disculpen la vulgaridad mis lectores más sensibles, pero solo palabras atroces pueden contener ideas atroces: como la expresada por el primer negro que se ha vuelto blanco tras el malhadado Michael Jackson. Ese neóglota llamado Barak Obama que nos garantiza seguridad a cambio de arrancarnos a mordiscos las bragas.

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Tal que con atroz y atrocidad, ocurre lo mismo con la palabra libre, que es la única capaz de expresar la libertad. La intimidad es libertad. El derecho a denunciar un crimen, también es libertad. Si yo espiara o asesinara a mis millones de enamoradas, estaría cometiendo un delito y privándolas de libertad. Como la ley es igual para todos, si el Estado está espiando o asesinando a mis millones de enamoradas, también andaría delinquiendo un poco. Lo primero que tiene que hacer Barak Obama, si está de acuerdo con sus propias palabras, es limpiar la memoria de Richard Nixon, otro aficionado a meter las orejas en los agujeros en los que no le llaman ni le aman. Y ponerle una efigie con auriculares y cara de pillo en Central Park.

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Al final, ya sé quiénes son los míos: los míos son mis crímenes. Eso es lo que nos quieren decir Barak Obama y los EEUU cuando persiguen y amenazan a Edward Snowden por desvelar los asesinatos de los ejércitos libertadores. Nos privan de intimidad interfiriendo desde teléfonos y ordenadores nuestras más limpias e íntimas palabras: “Te quiero”, por ejemplo. ¿Por qué tiene mi gobierno que escuchar de mi boca las palabras "te quiero", si yo no lo quiero? ¿Por qué tiene mi gobierno que saber el nombre de la mujer o el hombre que yo amo? ¿Por mi seguridad? ¿Por la seguridad de ella o de él? Claro. Tienen que protegernos. Somos los suyos, o sea. Y se condena a Snowden, que atenta contra la seguridad, por hacer públicos los crímenes, no los "te amo", de los nuestros. Cuánto daño han hecho a la humanidad los adjetivos y pronombres posesivos. Cuánto. La verdad es la verdad. Si un día digo mi verdad, escupe a la pantalla y búscate a otro columnista. O hazte de los suyos, que es siempre lo más fácil.

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