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Opinión · Rosas y espinas

Juan Carlos I y la justicia poética

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Los españoles impartimos horrorosamente la justicia en los tribunales, pero gozamos el consuelo de que nos sale maravillosa otra de las justicias: la poética. Se demostró esta semana, en la reaparición bajo foco de nuestro viejo rey Juan Carlos en un mercadillo de señoronas ricas que recaban todos los años dinero para los pobres en la Casa de Campo de Madrid. Entre ostra con perla y canapé de beluga, nuestra aristocracia femenina busca un hueco para practicar la justicia social en la única acepción que ellas consideran asumible y entienden, que es la limosna. También lo que perdemos en justicia social lo ganamos en poética.

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Ahora que se cumplen 40 años de su coronación, a Juan Carlos I no le hace caso nadie, y va vagando por los mercadillos en busca de la baratija del reconocimiento. Quizá malicia, como yo, que ni siquiera le van a permitir ser protagonista de su funeral.

Juan Carlos ha terminado como su padre, abocado al exilio existencial, aunque con más dinero y menos lecturas que los existencialistas. Es su andar torpe, entre los tenderetes de visones viejos y corbatas de maridos muertos, la más gráfica metáfora de esa Transición española que él capitaneó.

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Al viejo rey lo escondemos como ocultamos, también, la verdad voluntariamente inacabada de aquel albor democrático de la setentena, que fue otro mercadillo, en este caso de fascistas de segunda mano: Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Leopoldo Calvo Sotelo y un espigado etcétera.

Refrendando el capricho cíclico de la historia, al viejo rey lo han castigado con la misma condena que él infligió a papá Don Juan, y ahora su hijo Felipe le ha arrebatado la corona, y ya solo nos queda un anciano que reparte campechanía barata en los rastrillos. Reducido a hombre, Juan Carlos siempre ha padecido de cierto inacabamiento, por decirlo con regia fineza. Y en ese despojo carnal habita hoy el vuelo corto de su real alma.

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Como Felipe González es inmitificable por ex rojo, los mendaces hagiógrafos de la Transición han espolvoreado el oro, el incienso y la mirra de la beatificación pagana sobre Adolfo Suárez y el viejo rey. Aunque, a la postre, ambos acabaron humillados. Suárez, desheredado a votos de su antigua taifa centrista. Juan Carlos I celebrando los 40 años de su coronación sin corona y escoltado en mercadillos por, quizá, viejas amantes aristocráticas que otrora fueron y estuvieron ricas (lo siguen siendo, pero ya no lo están). Aunque no me dé ninguna pena, tiene que ser muy triste.

De joven, limosneaba Juan Carlos por los pasillos de El Pardo el aflautado favor del Caudillo, que no le hacía mucho caso porque estaba firmando sentencias de muerte hasta el amanecer. Ando estos días coqueteando con la reedición sin censura de El precio de la Transición (Akal), de Gregorio Morán, donde se explican estas humillaciones del Generalísimo al príncipe muy bien, sin demasiada acritud, solo con esa elegante objetividad que nos inspira el desprecio. Pero entonces a Juan Carlos lo acompañaba el futuro, y las constantes vejaciones son con él más llevaderas.

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Ahora Felipe y Letizia, cuando el viejo rey visita Zarzuela, le obligan casi a pasar por el detector de metales y a soplar en la puerta para la prueba del alcohol. Cualquier día le quitan una calle, se la dedican a Carmena, y descubre la placa el heredero en acto solemne. Que para salvar una monarquía haya que destituir y esconder al rey es paradoja solo posible en esta España historiada de greguerías.

La vieja Constitución, la provecta Transición (nacida vieja) y el viejo rey están hoy en almoneda. A la venta en mercadillos de ricachonas. Ya se ha dicho aquí que la justicia poética española, al contrario que las otras, es inigualable. El abuelo Francisco (de Quevedo) tiene que estar muy orgulloso de nosotros. Miró los muros de esta patria suya y los derribó con risa floja.

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