Opinión · Rosas y espinas
Ay, Shangay
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Lo contaba muy bien ayer Juan Carlos Monedero: “Creo que no recuerdo una sola vez que me encontrara con Shangay Lily que no me regañara”. A mí me regañaba por todo. Me llamaba a cualquier hora, conociendo mis hábitos felinos, para abroncarme: “Mira, querida, mi amor, no te enfades, pero lo que escribiste ayer es una gilipolllez”. Y en este plan. Eran momentos difíciles, porque después podía pasar media hora analizando cualquier frivolidad que tú habías escrito como si fuera trascendental. Como si, realmente, la poesía hubiera sido alguna vez un arma cargada de futuro. Y cada palabra equivocada fuera abono para el nacimiento en el jardín de un nuevo capullo criptofascista. Me sale citar hoy a Paco Umbral, a quien Shangay odiaba con razón. Me gano otra bronca: “escribo estas frases forzando la prosa para que el papel vuelva a ser un papel en blanco”.
Hasta que un día me pidió un favor. Había escrito un libro y estaba demasiado alanceado por la quimioterapia para corregirlo. Era un largo ensayo sobre el fracaso de la lucha por la igualdad, por la no discriminación, un libro centrado en la vieja historia del barrio de Chueca en el que Shangay desviste la putrefacción política que ha ido ensuciando la falsa aceptación social de los derechos de gays, lesbianas y transexuales. El gaycapitalismo, lo llamaba él. Mercantilizar lo desigual, lo oprimido, para convertirlo en un negocio sin profundidad vindicativa. El libro se titula Adiós, Chueca (Ed. Foca) y, el día anterior a morirse, Shangay todavía estaba discutiendo con su editor el diseño de portada. “¿Cómo hemos pasado de ser una comunidad rica en recursos ante las situaciones más desesperadas, dotada de un ingenio sin parangón ante problemas aparentemente insolubles, a ser una comunidad pusilánime, apocada, pasiva, carente de recursos creativos, una comunidad que espera que otros nos den las respuestas en lugar de crearlas como hemos hecho siempre? Y esa es la pregunta que quiero contestar en este manifiesto anti-gaypitalista, opúsculo de reanimación, libro máquina-de-guerra, centro de reclutamiento, encíclica maricona, evangelio de la pluma no corporativa, guía de resucitación, estación de servicio en la que repostar... llámalo como quieras”.
Para Shangay, la sexualidad era política. Siempre que se entienda la palabra política en el sentido revolucionario. Y siempre que se entienda la palabra sexualidad en el sentido más afectivo y más libre. El libro me sorprendió. Nunca había observado el mundo gay de esa forma. Jamás hubiera analizado la aparición del sida como el gran elemento cohesionador de la lucha por los derechos civiles, con su triste y agónica solidaridad, con sus discretos funerales. Adiós, Chueca reordenó muchos tópicos de mi torpe heterosexualidad, y me hizo comprender mejor el dolor de los discriminados de todo el mundo por cualquier razón, no solo el dolor de los maricones apaleados, o de las lesbianas lapidadas. Shangay, en el fondo, nos viene a decir que lo que verdaderamente discriminamos no es la sexualidad, ni las pintas, sino el amor. Esa extraña palabra que no significará nada hasta que encontremos su profundo sinsentido. Dentro de quince días el libro estará en la calle y Shangay no. Pero, amigo Juan Carlos, te juro que cuando lo leas no sentirás nostalgia, porque en cada palabra y en cada página nuestro querido Shangay nos seguirá echando la bronca. Ay, Paloma: ni siquiera me he atrevido a llamarte.
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