Opinión · Tedetesto
Arturo y la revolución
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Volvió Évole, salvador de audiencias, defensor de nobles causas, arriesgado reportero que con su desparpajo y sus aires de “friki” despistado sabía sacar de las piedras pan dejando en evidencia a los pedruscos y mendrugos en cuyo camino se cruzaba disfrazado de ingenuo y de chistoso, un camuflaje que ya no le enmascara como antes, gajes de la popularidad que Jordi ha encajado trasmutándose en periodista responsable y sin comillas. En su primera entrega de la temporada, “Salvados” renunciaba ( espero que de forma provisional) a la provocación gamberra que tanto se agradece cuando los interpelados son los villanos de historias tan sórdidas como la del accidente del metro de Valencia. Aquella entrevista itinerante y desquiciada con Cotino , factótum favorito de la Generalitat Valenciana, sirvió para reabrir el caso y proporcionó a la audiencia unos minutos de indignada hilaridad.
La primera parte del programa no daba desde luego para muchas bromas, el panorama de la educación pública en España no es para reír sino para llorar y para indignarse . Colegios públicos concebidos como depósitos de inmigrantes pobres, alumnos de 36 países con lenguas y niveles distintos que solo confraternizan del todo en el horario de comedor cuando pueden pagarlo. El director del colegio y sus colegas han creado un banco de alimentos y se esfuerzan para paliar los recortes y encajar las ofensas diarias. Comparar la educación pública española con la finlandesa, como hacía “Salvados” por segunda vez resultaba casi sádico, una provocación innecesaria. Quizás la pega del espacio estribaba en que llevamos muchos meses viendo ese tipo de reportajes, en casi todas las cadenas, especialmente (y es un dato a su favor) en la Sexta.
En la segunda parte, Évole dejó la provocación en labios de Arturo Pérez Reverte, eximio académico y corsario de las letras, sentenciado recientemente por apropiación indebida de la propiedad intelectual ajena. Pero Reverte no estaba allí para justificarse, ni Évole para provocarle y el escritor repartió más mandobles que Alatriste y exhibió una bravura digna de los Tercios de Flandes. El indignado escritor clamó contra los indignados que no han sabido hacer esa revolución cuya receta parece poseer en exclusiva el laureado autor aunque no la comparta con nadie.
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Ya no hay ideología, no hay ideas, denunciaba Reverte sin exponer las suyas. La solución, la revolución pero no una revolución cualquiera, una con su guillotina en la plaza pública, como las buenas. El hecho de que Madame Guillotin acabara cercenando los cogotes de sus más firmes partidarios no parece inquietarle mucho a este Robespierre de salón. Una revolución a medias no soluciona nada y una revolución como la que él quiere no puede hacerse ahora y si se hace mal no cambiará nada según reconoce su mentor. Estaremos atentos para seguir sus instrucciones cuando nos convoque a la rebelión definitiva, mientras tanto nos entretendremos escuchando sus diatribas, leyendo sus proclamas incendiarias y sus profecías a largo plazo para salvarnos de la quema.
Arturo Pérez Reverte cifró el origen de nuestros males en el Concilio de Trento y al predominio de la Iglesia Católica sobre los demás poderes y denunció con vehemencia a la Santa Inquisición, también llamada el Santo Oficio. Comparto su opinión aunque sospecho que los delitos de ese gremio infame, ya habrán prescrito. ¡Inquisidores a la hoguera! ¡Muera el Concilio de Trento!. Buen material para una próxima novela.
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