Opinión · Tiempo real
Gordura
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Desde la misma puerta del vestíbulo del cine, el olor de las palomitas revuelve el estómago. Uno se dice que es una concesión que vale la pena hacer por los chicos que se pagan la entrada para ver la última de Woody Allen, una de sus películas más serias, intimistas y, probablemente, más cargadas de significado moral –cosa digna de mención en la obra de un realizador cuya obsesión es precisamente la moral– sin por ello sacrificar un ápice del humor siempre inesperado, que también es lo suyo.
Nos acomodamos en las buenas localidades numeradas que nos han tocado y, antes de que bajen las luces, tres personas no tan jovencitas se sientan junto a nosotros. El proceso les lleva tiempo porque vienen cargados de botellines de agua, cajas colmadas de palomitas y una serie de otras golosinas envueltas en vistosos celofanes y papeles de aluminio.
La niña que se sienta junto a mí es de las que no saben estarse quietas. Se quita la chaqueta, se la vuelve a poner, otra vez se la quita y se cubre con ella el pecho hasta que por fin, ya con la película en plena proyección, parece haber hallado una posición satisfactoria. Pero coge su botellín de agua y, no sin ruidos mitad deglutorios y mitad de plástico rebelde, se toma un par de tragos. Luego coge unas palomitas y las masca con la boca abierta. Ingeridas de este modo, las palomitas emiten sus ruidos pero, peor, despiden la quintaesencia de su olor asqueroso.
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Intento concentrarme en la película pese a uno que otro suave codazo que me propina la niña en sus movimientos hiperactivos. La obra no parece tocarla. Cuando el público y yo reímos, ella mastica. O bebe unos sorbos de agua. Luego su vecino le pasa un paquete de almendras o avellanas o garrapiñadas, no lo sé a ciencia cierta, que la chica se va comiendo pausadamente a lo largo de una buena hora. Aunque mastica ahora con la boca cerrada, su boca es como la caja de resonancia de un buen piano.
Al final de la función, se sacude las manos como batiendo palmas pero no a título de aplauso –mal podría aplaudir una película que no vio ni oyó, tan ocupada estuvo comiendo y bebiendo–.
Cuando se encienden las luces los veo alejarse, gente joven como tanta, pero en esa edad difícil en la que los culos comienzan apenas a engordar y cuyo destino es el de terminar, ya a partir de los cuarenta, en conferir al cuerpo –sobre todo el femenino– esa forma de pera tan característica de nuestras latitudes.
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Salimos a la calle y respiramos con fruición la gasolina de los autobuses.
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