Opinión ·
Un preso se suicida; ¿cuál es la noticia?
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Por Luis Suárez, miembro de La Comuna.
Déjenme prevenirles si tienen la intención de leer esta columna. Tal como enseguida comprobarán, esta columna carece totalmente de interés periodístico; es un dechado de lo no-noticiable. Trata de asuntos que, de acuerdo a su presencia en los medios de comunicación (y, probablemente, también en redes), no interesan prácticamente a nadie.
Empiezo por un hecho concreto: El suicidio de un preso. ¿A quién puede importarle?
Cierto que se trata de un preso de menos de 40 años, que, a pesar de llevar 10 años encerrado permanecía sujeto a un régimen de especial dureza (primer grado), en un penal de alta seguridad situado a más de 1.000 kms de distancia de su casa y familia...
Xabier Rey, ‘Antxo’, pamplonica condenado en 2008 a 30 años por pertenencia a ETA, fue hallado muerto el pasado 6 de marzo, con signos de suicidio, en su celda del Penal del Puerto III.
¿Ha tenido el suceso algún impacto en medios? No, prácticamente nulo; no hablo de las cadenas televisivas ni de la prensa impresa, desde luego; ni siquiera en medios digitales, fuera de Euskadi, ha sido considerada de suficiente relevancia como para publicarse, aunque fuera fugazmente. Por lo que he rastreado, hubo una escueta nota de agencia de la que se hizo eco sólo este mismo medio, Público.
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Pero, ¿no debería interpelar ese hecho algún resorte humanitario en la ciudadanía? ¿no deberíamos intentar saber las posibles razones detrás de ese suicidio, en especial cuando la situación de los presos vascos ha sido reiteradamente denunciada por familiares y organismos de derechos humanos, por si en su muerte pudiera haber causas relacionadas con sus condiciones de internamiento, que pudieran subsanarse para evitar sufrimientos innecesarios a otros presos y presas, y para prevenir otros posibles suicidios?
La indiferencia general mostrada frente a la muerte de Xabier obliga a recordar esa vieja máxima que vendría a decir que la salud democrática de una sociedad se mide, entre otras formas, por su sistema penitenciario. Y también remite necesariamente a nuestra Constitución, cuando señala (artículo 25.2): ‘Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social’.
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La asociación Etxerat, de apoyo a las personas vascas presas, exiliadas o deportadas políticas, asegura que la muerte de Xabier se podía haber evitado.
Se cumplen más de seis años del cese definitivo de la actividad armada de ETA y un año desde su desarme, pero los familiares y los allegados de los presos y exiliados políticos vascos, y los propios presos, seguimos sin poder hablar en pasado del sufrimiento y el dolor que provocan las medidas de excepción de la política penitenciaria.
La clave reside en esta última frase: medidas de excepción de la política penitenciaria, que se aplican a ese colectivo. ¿En qué consisten estas medidas? Resumiendo, en esto:
Aplicación sistemática del régimen más severo, que implica graves restricciones y aislamiento en la vida de la persona encarcelada, en concreto 20 horas al día de incomunicación. Un régimen que, por su dureza y efectos sicológicos negativos, debe aplicarse sólo por un tiempo limitado, hasta comprobar la adaptación de la persona a la vida carcelaria.
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El alejamiento de su lugar de origen, castigo adicional que se aplica de forma específica a la población presa relacionada con ETA, y que, al reducir el contacto con las personas allegadas y el entorno sociocultural, contribuye también al desarraigo y retraimiento de las personas que lo sufren. Medida arbitraria que supone además un castigo también a sus familias, tal como viene denunciándose reiteradamente. Hace unos meses, en este mismo blog, publicamos un artículo (enlace) donde se citaban algunos datos que ilustraban los efectos en términos de gastos y riesgos que para las familias, inocentes por principio, supone la dispersión.
En el caso particular de las presas vascas parece aplicarse con especial dureza: según informa SARE, organización vasca de defensa de los derechos humanos, las 12 presas vascas encarceladas en el Estado español se encuentran individualmente distribuidas en otras tantas 12 cárceles.
Resulta evidente que el alejamiento o dispersión es una práctica punitiva meramente vengativa, es decir, no reeducativa, y así ha sido cuestionada por diferentes organismos internacionales de derechos humanos. El gobierno francés, que también la venía aplicando, aunque menos severamente, a su propia población reclusa vasca, ha decidido recientemente, según anuncio realizado en enero pasado, a trasladarles a prisiones próximas a Euskadi.
Pero hay aún más medidas de excepción contra este colectivo de presos en la misma línea revanchista y violatoria de los principios humanitarios, como son la deficiente atención sanitaria que reciben, o la negativa a la excarcelación de aquellos presos y presas que padecen enfermedades graves, actualmente más de 20, según informa igualmente SARE, o de quienes son mayores de 70 años y han cumplido 2/3 de su condena.
Bien es cierto, que la deficiente atención sanitaria no es exclusiva del colectivo de presos y presas vascos; como vienen denunciando organizaciones humanitarias, es una lacra que afecta a nuestro sistema penitenciario en su conjunto, y es más patente en materia de salud mental.
No hay que ser fantasioso para suponer que, en ese escenario, las personas encarceladas que padezcan episodios o trastornos depresivos, bastante comprensibles en un aislamiento prolongado, no reciban ninguna atención sicológica ni sean tratadas con terapias preventivas en evitación de desenlaces como el de Antxo.
¿Tienen todas esas medidas excepcionales algún sentido de cara a la reeducación y reinserción social de las personas condenadas? La respuesta parece obvia: su sentido no es ese, sino, más allá de los déficits del sistema penitenciario en su conjunto, en el caso del colectivo vasco, se trata de mero ensañamiento.
Ensañamiento que se explica en el contexto de una actitud general de los sectores que, por simplificar, denominaré defensores del régimen del 78, y sus oprobiosos pactos de silencio e impunidad, respecto al proceso de pacificación y reconciliación que vive Euskadi tras el fin de la actividad de ETA, y que se puede describir por dos rasgos.
Por una parte, una inquina escéptica a toda iniciativa reconciliatoria, expresando por sistema su desconfianza respecto a los gestos que se han venido realizando en pro de la aproximación y el perdón entre personas y colectivos que representan a lo que fueron los 2 sectores de la sociedad enfrentados durante el conflicto, dicho así para simplificar mucho. Gestos e iniciativas que afortunadamente la sociedad vasca sigue empeñada en promover para construir un escenario de paz y convivencia.
El mismo recelo, incluso hostilidad, han mostrado esos sectores recalcitrantes respecto a los pasos que ETA ha venido dando hacia el abandono de la lucha armada y el desarme, desde octubre de 2011.
Se ha señalado repetidamente el contraste con otros procesos de pacificación, como Colombia o Irlanda, por citar sólo un par de ellos relativamente recientes y exitosos, donde desde el poder y las instituciones se ha procurado precisamente lo contrario, esto es, promover el encuentro y la superación del odio entre las partes; la reinserción social de los grupos armados ilegales.
El segundo rasgo de la actitud oficial en relación a la metabolización del conflicto vasco es la insistencia en la necesidad de no olvidar, de mantener viva la memoria de la violencia y las víctimas, de alimentar y difundir el relato y la memoria de los años ‘de plomo’.
No seré yo desde luego quien niegue la necesidad de la memoria colectiva y democrática frente la ocultación o falsificación de los hechos, por muy traumáticos que sean, pero sí debe denunciarse la hipocresía que esta postura supone, porque, tal como venimos demandando reiteradamente desde el movimiento memorialista, ¿con qué razones se excluye a los crímenes y víctimas del franquismo en el empeño de construir memoria democrática y no olvidar?
¿Por qué se debe pasar página respecto a unos hechos que no han sido ni investigados, ni juzgados, ni reparados - los correspondientes al franquismo, y no sobre hechos que en su mayor parte sí lo han sido - los causados por el terrorismo? Teniendo en cuenta que aquellos son infinitamente más graves, en tanto que parte de un genocidio, que estos.
Por cierto, que en esto de aplicar diferentes recetas éticas según el color político del conflicto y de sus víctimas, el oportunismo hace curiosos compañeros de cama: Una estrafalaria conjunción de ‘intelectuales’, desde Joaquín Leguina a José María Aznar, pasando por Fernando Savater, ha tenido la ocurrencia de sacar en estos días un manifiesto contra la ley de memoria histórica, del 2007, tildándola de ‘soviética’. Las heterogéneas filas del negacionismo neofranquista en este país parecen recorridas por un transversal sentido del humor negro.
En relación a la existencia de víctimas de diferente categoría, resulta llamativa no solo la hipocresía y la discriminación, sino también la manipulación sistemática de las víctimas de ETA con fines electorales, cuya muestra más reciente fue la presencia de Marimar Blanco en los actos conmemorativos del atentado del 11-M en Madrid, aun siendo esta persona diputada y dirigente del PP, y representante de las víctimas de ETA, circunstancias que nada tienen que ver con los hechos recordados. Puestos a mostrar una representación de toda la tipología de víctimas de violencia política, ¿dónde estaban en ese evento las víctimas de los GAL, del Batallón Vasco-Español y de otros grupos de extrema derecha o parapoliciales? Por no citar, una vez más, a las invisibles víctimas del fraquismo.
Todo lo anterior lleva a una sorprendente conclusión: a aquellos sectores políticos les conviene el mantenimiento del terrorismo, y en particular el de ETA, como amenaza, aunque sea meramente fantasmagórica o espectral, pero útil para su batería jurídica represiva - con delitos como el enaltecimiento del terrorismo - aplicada abusivamente a través de un sistema judicial fiel, con el fin de criminalizar la protesta y la pobreza.
La selectiva represión hacia los presos y presas de ETA y de su entorno, contraria no ya a principios humanitarios, sino a los preceptos constitucionales, es coherente con la oportunista y antidemocrática doctrina ‘antiterrorista’ de la derecha. Esta causa sufrimientos, e incluso muertes, innecesarios, más allá de las condenas impuestas por los tribunales.
Como decía al principio: la muerte de Antxo seguramente podía – y debía - haberse evitado. Su muerte recae en alguna medida sobre las conciencias, en caso de que las tengan, de quienes se empecinan en una política penitenciaria basada no en la justicia y la reinserción sino en la revancha y el electoralismo.
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