Opinión · Versión Libre
Corea
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Como residente permanente en Estados Unidos, aun siendo universitario, recibí en 1950 una tarjeta verde en la que se me comunicaba que debía alistarme en el Ejército de ese país y prepararme para ser trasladado al frente coreano en defensa de los valores occidentales contra las fuerzas del comunismo internacional. Pacifista por instinto y particularmente escéptico en cuanto a esa guerra de ideales inconsistentes, aterrorizado ante la perspectiva de empuñar un arma y exponerme a una muerte prematura, tuve la suerte de dar con un poco conocido tratado bilateral entre la Argentina y los Estados Unidos, por el cual los ciudadanos de un país podían rehusar servir en el ejército del otro perdiendo para siempre, sin embargo, su derecho a la respectiva nacionalidad. No necesité reflexionar mucho para presentarme en la Oficina de Reclutamiento con mi tarjeta verde.
Me atendió un señor amable. Vio mi tarjeta y me dijo que debía esperar a que me llamaran a filas, como todos. Mi respuesta lo dejó cortado: “No, lo que yo quiero es invocar el pacto tal y que nunca me llamen a filas”. “Pero estamos en guerra”, adujo el caballero. Y yo, tercamente: “Precisamente por eso pido mi cambio de categoría”.
El hombre se metió en la trastienda de la oficina, de donde salió acompañado por una señora más bien baja, muy miope detrás de unas gafas gruesas como culos de botella, y, sobre todo, con rasgos de pocos amigos –esa señora no podía tener ni un amigo–.
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“¿Pero usted es consciente de lo que está pidiendo?”, me preguntó en un par de gritos. Asentí, pero no le bastó. Me gritó: “Yo creo que usted no ha comprendido nada. Si yo lo cambio de categoría y usted no se incorpora, pierde para siempre, ¿me entiende?, para siempre, la posibilidad de ser ciudadano de este país. ¿Me entiende? ¿Sabe lo que eso significa?”.
“Vea, señora, para mí eso significa hoy la posibilidad de evitar un balazo en Corea. ¿Le parece poco?”. La señora dio un paso atrás y me miró de arriba abajo, como manifestado sus mayores dudas sobre mi estado mental. “¿Pero a qué precio?”, me respondió, como si la respuesta pudiera ser una sola. Y añadió: “Llegará un día en que usted querrá ser ciudadano de este país. Pues no podrá serlo. ¿Entiende lo que pierde?”. “Peor es perder la vida, ¿no lo cree?”. La señora y el caballero se miraron consternados y comprendieron que yo mismo era un caso perdido. Se metieron con mi tarjeta verde en la trastienda y al cuarto de hora salieron con una tarjeta marrón. “Firme aquí”, me dijeron. Nunca fui a Corea.
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