Opinión · Versión Libre
De "normales" y "monstruos"
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Hace hoy 50 años comenzó en Jerusalén el juicio a Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del Holocausto, responsable de la logística para la deportación de judíos a los campos de extermino. La filósofa
Hanna Arendt escribió para The New Yorker una serie de reportajes sobre el juicio, en los que argumentó que Eichmann no era un “monstruo”, sino una persona “normal”, cuya principal ambición consistía en lograr el reconocimiento de sus superiores. Lo que Arendt pretendía demostrar es que el nazismo no era un ente abstracto o metafísico, sino que se sostenía en un engranaje burocrático de ciudadanos corrientes predispuestos a cumplir con disciplina sus tareas. Arendt fue malinterpretada en su día y acusada de intentar justificar a Eichmann, pero con el paso del tiempo, y aunque otras observaciones suyas en el juicio sigan siendo discutibles, su teoría sobre la “banalidad del mal” se ha convertido en pieza fundamental para entender la esencia de los totalitarismos.
Hace poco, el columnista de El Mundo Salvador Sostres ensayó una versión de la banalidad del mal, en relación con el joven que mató a su novia después de que esta le anunciara que lo abandonaba y que estaba embarazada de otro. El asesino no es un “monstruo”, sino un “chico normal”, arguyó. El problema de Sostres es que no es Arendt, y en vez de aportar una reflexión sobre los efectos nocivos de la cultura machista en jóvenes de apariencia normal, se refirió al asesino con una empatía que entrañaba justificación, por más que recalcase en el texto que el crimen carece de justificación “moral” (sic). Sostres no sólo ve “normal” al chico, sino también su reacción, que describe incluso con lirismo: estaba “enamorado” y perdió el “corazón y la cabeza” tras ser víctima de una “violencia brutal” que lo “disparó al centro de su querer”. Expresa Sostres sus dudas de si, en un caso así, él mismo podría controlarse. Unas dudas que Arendt nunca tuvo respecto a su propia conciencia al analizar la conducta de los ciudadanos que nutrieron el nazismo, pero que en el caso del articulista están más que fundadas a juzgar por las soflamas misóginas y otros infundios que lleva tiempo soltando desde diversos medios, que, por cierto, no incluyen a The New Yorker.
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