Opinión · A ojo
Intervenciones
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El principio de intervención humanitaria que ha inventado últimamente el Derecho Internacional consiste, para poner un ejemplo, en que Francia puede intervenir en Costa de Marfil para derrocar a cañonazos a un gobernante incómodo, como Gbagbo; pero en cambio Costa de Marfil no puede intervenir en Francia. Lo cual no significa que Sarkozy sea cómodo: tan no lo es, que interviene en Costa de Marfil, para seguir en el mismo ejemplo.
A ese derecho de intervención lo llaman además un deber. Es un deber intervenir en las guerras civiles ajenas, por el propio bien de los intervenidos. Bombardear, para poner otro ejemplo, a Libia, por el bien de los libios bombardeados. Así han sido, tradicionalmente, todas las intervenciones coloniales: para llevarles a los nativos los bienes de la religión verdadera o de la civilización superior. Pero Libia, para seguir con el otro ejemplo, no puede bombardear a los franceses con sus aviones Mirage comprados a Francia: la condenaría de inmediato toda la llamada “comunidad internacional”, que es la que elabora el Derecho del mismo nombre. No sigo con Costa de Marfil porque creo que no tiene aviones. Podría, tal vez, mandar las bombas a Francia por correo. Pero eso sería terrorismo, claro, y no, como lo es al revés, intervención humanitaria.
Pero es que ¿quién va a juzgar? Aún a muchos decenios de distancia: ¿era legítima la intervención –con bombardeos y cañonazos– de la Alemania nazi en la Guerra Civil española? Que lo digan los rojos. ¿Y fue legítima la no intervención de los aliados en la inmediata posguerra, que ayudó a consolidar la dictadura franquista tanto como Alemania había contribuido a su victoria? Que lo digan los azules. No sospechaba el general Eisenhower, comandante en jefe de las tropas aliadas en Europa, que Franco, el amigo de Hitler, iba a serlo suyo poco después. No se sabe a ciencia cierta quién es amigo o enemigo, exenemigo o futuro amigo, o las dos cosas. Esas cosas no se saben nunca, aunque se repitan una y otra vez en la historia. Son los vaivenes de la política.
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Hace un siglo, o por ahí, clamaba en un discurso ante las Cortes españolas el conde de Romanones, hábil político de aquel entonces: “¡Nunca, nunca, nunca! –y cuando digo nunca quiero decir de momento– hará mi partido...” tal o cual cosa: la que fuera. Y seguro que la hizo.
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