Opinión · Del consejo editorial
El toreo nacional
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RAMÓN COTARELO
Catedrático de Ciencias Políticas
Sobre la reciente prohibición catalana de las corridas debe de haberse dicho todo. En lo esencial los argumentos se han blandido en el terreno del maltrato animal, por un lado, y en el concreto de las circunstancias de la
prohibición, por el otro. En cuanto al maltrato animal, el asunto es meridiano. La cuestión es averiguar si las bestias sienten o no. Basta con arrimar un ascua a cualquier animal y ver qué ocurre. Otra cosa es si además saben que sienten. Que lo digan los especialistas; pero sentir, sienten, sufren. Entonces, ¿hay derecho a infligir sufrimiento a un ser vivo, por diversión? Cierto que a esa diversión unos la llaman tradición; otros, arte; otros, cultura; otros, cumplimiento de los superiores designios humanos; y otros, conservación de especies en extinción. Monsergas. La respuesta a la pregunta es: no, no hay derecho a infligir dolor a un ser vivo si no es por necesidad de supervivencia.
Las circunstancias de la prohibición (en sede parlamentaria, en Catalunya, por iniciativa popular y el hecho de que se haya producido ahora) suscitan el segundo ramillete de argumentos generalmente en contra y que nos podríamos ahorrar si, admitiendo que no se debe infligir dolor por diversión, aceptáramos la sabiduría de la vieja máxima de “hágase el milagro y hágalo el diablo”, aunque parezca aquí inapropiada por razones obvias.
La visión circunstancial ha echado mano de la nación española, identificándola con las corridas de toros. Cuando la prohibición fue canaria nadie habló de atentado a las esencias de España. Pero con Catalunya hay un cambio, y quienes cambian y se ponen a insultar o a adoctrinar frenéticamente no reparan en que, al hacerlo, alimentan aquello que combaten: la idea de que Catalunya sea otra cosa. Por no hablar del escaso respeto mostrado a una decisión de un órgano legislativo en uso de sus competencias y en respuesta a una petición ciudadana.
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El problema puede venir a continuación si otras comunidades se deciden a plantear la posibilidad de la prohibición en sus territorios. De suceder, es fácil que emerja una España dividida en dos, como siempre, entre partidarios y enemigos de las corridas. Dado que tenemos esa división por ser sociedad (al igual que los belgas, los italianos, los franceses, etc., tienen las suyas por sus motivos) y no por ser España, convendría apear esa obsesión de lesa patria y dejar de una vez España en paz.
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