Opinión · Fuego amigo
Las cocinas del cerebro
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La política y la religión están sustentadas por creyentes que otorgan ciegamente su confianza a sus partidos y a sus iglesias. Distinguir entre ellos a un gran político o un gran teólogo no depende de ningún dato objetivo: es un acto de fe por parte de cada uno de sus seguidores. Generalmente resulta fácil ponerse de acuerdo sobre quién es un gran físico teórico o un gran arquitecto. Basta con aplicar criterios científicos al análisis o el simple sentido común. La cosa se complica cuando pretendemos aplicarlo a otras actividades, como la pintura, la literatura o el cine. Pero cuando aseguran que el nuevo Papa es un gran teólogo -algo incomprensible para los ateos, pues no nos explicamos cómo se puede ser “grande” escribiendo miles y miles de sesudas líneas sobre algo que no existe (bueno, a lo mejor ese es el mérito)-, los creyentes no necesitan ningún tipo de demostración, pues son audiencia cautiva: los mismos argumentos para demostrar que dios es uno y trino sirven para la demostración de que es uno y quíntuplo. O más, si se tercia.
En política ocurre algo parecido. Cuando los presidentes autonómicos sostienen que sus televisiones, sus órganos de propaganda ad nauseam, son un modelo de objetividad, sus fieles se lo creen, por más que los líderes aburran con su imagen omnipresente en todos los telediarios cortando cintas de inauguraciones inexistentes. Si aseguran, como Esperanza Aguirre en Madrid, que las listas de espera quirúrgica no sobrepasan los 30 días, sus fieles no lo ponen en duda, a no ser que se encuentren en la otra lista (¡ya no será tan lista!): la de los que tienen que esperar más de 90 días para entrar en el quirófano.
Es lo que más envidio de los que tienen la “fe del carbonero”: esa capacidad para digerir lo que les dan pensado desde el partido o desde la parroquia, lo que les suministran cocinado, como en un restaurante en el que sólo hay que sentarse a la mesa para consumir lo que un chef, un líder, está elaborando para ti. Porque lo cierto es que cocinar, aun a riesgo de que te salga un churro cuando pretendías hacer un pastel de cabracho (aquí me tenéis a mí), es un trabajo incómodo, pues las cocinas del cerebro son un caos, complejas, con zonas frías y calientes, con ingredientes que de pronto se ponen a hervir y todo lo ponen perdido, o congelados duros como una piedra, grasas en la que puedes resbalar, humo pringoso y cegador... Un lugar poco recomendable para los que pretendan pasar por esta vida como simples comensales.
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