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Opinión · Otras miradas

Cien años del PCE

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Varias personas sostienen banderas del PCE, en la fiesta del centenario del PCE, a 25 de septiembre de 2021, en Rivas-Vaciamadrid, Madrid (España). EUROPA PRESS

Cien años no se cumplen todos los días y aunque la tradición comunista es poco propicia a celebraciones grandilocuentes, en el PCE afrontamos el centenario con orgullo indisimulado, aunque también con una incertidumbre notable. Nuestra historia, que resume y concreta como pocas algunos de los pasajes más heroicos de la lucha del país, no es suficiente para garantizar un futuro halagüeño y definido. Ni para la clase obrera ni para el propio PCE.

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No es mi intención quitarle un ápice de importancia al pasado de un partido que trajo las (muchas o pocas) libertades que disfrutamos hoy en día. No es mi intención sepultar su historia plagada de luces y con escasas sombras. Tampoco dejar de honrar a miles de mujeres y hombres que se dejaron la libertad, el sudor, las lágrimas y hasta la sangre o la vida misma en su entrega a la causa de las libertades y de la emancipación de la clase. Nada más lejos de mi intención olvidar los hitos del partido, sus efemérides, sus héroes y heroínas. Debo decir, no obstante, que detesto y asisto con aburrimiento a la profusión de artículos y hagiografías que pululan estos días por la prensa, siempre con un denominador común: situarnos como algo antiguo, un objeto de coleccionista en la almoneda polvorienta de los logros de la sacrosanta Transición. Cumplir cien años no significa nada, en un caso como este, desde el punto de vista de la vejez o juventud de las ideas. Lo único que revela, desde luego, es que las preguntas que impulsaron la creación de los partidos comunistas siguen tan vigentes como hace un siglo, que las respuestas no han terminado de ponerse en práctica y que la perdedora del sistema continúa siendo la clase trabajadora.

Esta debiera ser la clave sobre la que orbitara el centenario. Las luchadoras y luchadores que jalonan nuestro camino no hubieran querido homilías ni homenajes litúrgicos. No estarían, creo, demasiado cómodas con tanta invocación al comunismo como una cosa del siglo XX sin continuidad en el presente. Se sentirían mal al aparecer como figuras de museo. Lo que esas personas hubieran querido, a mi juicio, es que los que tenemos el inmenso reto de recoger su antorcha nos remangáramos para dar sentido histórico a su entrega y construir un mundo de personas iguales, libres y dignas.

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Eso es, al menos, lo que yo creo, y la razón por la que me afilié cuando apenas contaba con catorce años y busqué en las Páginas Amarillas una sede cercana. Me importaba bastante poco el papel del partido en los libros de texto de la oficialidad del nuevo régimen. En realidad, lo único que me importaba es que la clase a la que pertenecía (y pertenezco), que es la que generaba (y genera) realmente la riqueza, dejara de estar a las órdenes de una minoría que especula con esa riqueza y decide por el resto cómo va a ser el futuro y el presente. Me afilié porque quiero que mi clase tome el poder. El poder. No el gobierno. Conviene distinguir estas cosas.

El PCE nunca fue un partido que se negase a participar en las instituciones del sistema y siempre escuché a las mayores aquello de que éramos un partido de calle y de gobierno, con una pata en la institución y mil en las calles. La vía única del gobernismo y la institución no es que sea sólo ineficaz, es que es anti marxista, ridícula e ingenua. Me preocupa, no puedo ocultarlo, el grado de autocomplacencia en el que se ha caído en los últimos años, la capacidad de hipnosis que pudiera tener la música de faquir de la institucionalidad. El PCE ha de contribuir a la construcción de unidad popular en los social, lo sindical y lo electoral, pero con un objetivo claro, con una estrategia definida y sin negar la realidad. La vía gobernista, per se, tiene las patas muy cortas y, por muy acertado (o no) que esté un gobierno, su campo de acción y su capacidad real de transformación son enormemente limitadas.

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Por eso, más que andar dándonos golpes en el pecho todo el día con las cosas de la institución o con heroicidades que pasaron hace décadas, nuestro deber es afrontar un debate impostergable: ¿Qué es ser comunista hoy? ¿Cuál es el papel de nuestro PCE para los próximos años?

Estas preguntas no son cosa menor y dependiendo de las respuestas que nos demos tendrá sentido o no trazar futuro de PCE a medio y largo plazo. En función de qué digamos (y hagamos) será el partido una herramienta útil o una iglesia plagada de liturgias, santorales y rituales de museo.

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Algunas aún creemos en aquello de hacer la revolución. Aún creemos que se puede (y se debe) construir estado paralelo y poder popular para alzar una alternativa a un sistema criminal que mata todos los días: el capitalismo. Aún quedamos los que, sin desdeñar el importantísimo papel de las luchas reformistas (institución, gobiernos, sindicatos), sin caer en izquierdismos ridículos, pensamos que la vía única del gobernismo nos conduce a ser meros invitados en el reparto de las migajas del pastel socialdemócrata. Creo además que no somos pocos sino la inmensa mayoría del PCE actual y de las personas que pasaron por él a lo largo de cien años. Nuestro lugar está en calles y en barrios. En los centros de trabajo y allá donde se da el conflicto. Está en cada rincón de la España vaciada y sus municipios, siendo un apoyo para que la gente se organice. El capitalismo ha conseguido que nos dé vergüenza ser pobres o no llegar a fin de mes. Que nos dé vergüenza confesar que no podemos pagar los libros de texto de nuestras hijas o poner la calefacción en invierno. Pero la desvergüenza es revolucionaria (revolucionaria, sí), el primer paso para organizarse y luchar en común. Y de ahí viene la palabra comunismo. De la lucha por el bien común. Y de ahí vino el Partido Comunista. Y por eso sigue, cien años después... Porque sigue haciendo falta una revolución de las desvergonzadas. Y que tomen el poder (que no el gobierno) para acabar con la explotación humana y el destrozo del planeta. Otro orden es posible. Y mientras no llegue tendrá sentido el Partido Comunista. Como lo tuvo en el último siglo.

No hay mayor orgullo en esta vida que levantar esa bandera roja y ondearla. No hay mayor tarea que honrar su historia. No hay mayor responsabilidad que entender cómo se hacen ambas cosas: construyendo hacia el futuro con la clase; dejándonos de moquetas y de misas.

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