Opinión · Otras miradas
La hija de Carmela
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A Yolanda, la hija de Carmela. Mi mejor amiga.
Matria, dijo Yolanda y toda la extrema derecha se alborotó.
Las personas, la gente, los seres humanos pequeños o mayores necesitamos que nos cuiden y cuidarnos unos a otros. Por eso hay dos palabras que todos entendemos perfectamente más por su significado que por su significante.
La primera es Fratria. Los que vivimos en los estertores del franquismo lo comprendemos perfectamente porque formamos parte de cada una de sus letras. Las niñas y los niños jugábamos a un pilla pilla tan temeroso como inofensivo e ingenuo, preludio del que después impondrían los grises o la guardia civil acosando, persiguiendo y maltratando a familias enteras que se reunían en frágiles oasis de libertad y protesta, obligatoriamente improvisados a pesar de su concienzuda e ilusionada organización.
Aquello sí fueron persecuciones de camaradas que violentaban unos inaplazables aquelarres de insumisas hadas y duendes de carne y hueso impuestos por una Patria dirigida por patriotas corruptos y sin escrúpulos. La magia eran todos los colores envolviendo al rojo rebelde. Eran la alegría, la audacia y las ansias de libertad y justicia usurpadas por un nigromante bajito, cabrón y asesino protegido por sus lacayos serviles y miserables. Ignorantes. La fraternidad era golpeada salvaje y constantemente con muerte, torturas y cárcel. Pero no lograron arrancárnosla porque en esas tétricas ciénagas florece la segunda palabra: Matria.
Todas cuidaban a todas. En esos días había muchos hombres que ponían el nombre y los apellidos a la lucha, sin embargo, a mi memoria regresan las mujeres que nos sacaban de aquellas indolentes y crueles emboscadas y nos cuidaban a todos. A los que conseguían huir a través de los pinares y la arena y a los que no. Allí estaban la Fratria protegida por la Matria, una niña delgaducha y risueña con nombre de trova de una época y una mujer tan cálida como firme. Las dos con distintos tonos pero con la fuerza de la misma melodía.
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Después de tiempos de vértigo en los que nos contaban cuentos acerca de una maravillosa y democrática patria llena de progreso y paz social, aquellos niños y aquella niña fuimos creciendo al margen de aquel fantástico relato sin dejar de respondernos a preguntas que con su ejemplo habíamos aprendido a cuestionar. Nuestras madres nos enseñaron que donde mejor podríamos vivir sería en una Matria libre sin represión ni miedo. Un lugar en el que los hombres y las mujeres pudiésemos ser, relacionándonos con la naturaleza a través del trabajo sin que nadie explotase a nadie y respetando la propia naturaleza que nos originó y nos cobija.
Años más tarde, después de crecer entre ganas de saber y pequeñas escaramuzas, protegidos por la Matria que las rebeldes sibilas jamás dejaron de tejer, nació la esperanza de ahora. Aún recuerdo aquella mujer elegante labrada con dignidad y ternura. Su jersey rojo de cuello vuelto, su abrigo azul marino y sus zapatos de tacón. Cada vez que Yolanda llegaba de entregarnos millones de horas nos preguntaba con una dulce y melancólica sonrisa si queríamos una tortilla. Siempre estaba allí, con su cariño y su pitillo. En las manifestaciones, las concentraciones, las asambleas, los plenos. Se sabía de memoria cada centímetro del trayecto del autobús entre Compostela y Ferrol. En esa casa la puerta siempre estaba y está abierta. Llena de vida. Tertulias. Risas. Proyectos. Sueños. Esperanzas. Desilusiones. Tristezas. Luchas. Abrazos.
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Ojalá no se hubiese ido aquel día de Reyes y pudiera haber visto crecer a su nieta Carmelita mientras Yolanda la cuida y nos cuida a todos como ella lo hacía: construyendo Matria palabra a palabra. Dato tras dato. Aplicando su ternura a la política y la política de la ternura. Sin alzar la voz. Sin aspavientos. Con trabajo. Mejorando cada día la vida de las gentes.
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